Philippe Lançon

Anagrama 2019

La mañana del 7 de enero de 2015 estaba reunido el equipo de redacción de la revista satírica Charlie Hebdo en las oficinas de un añoso edificio cercano a la Plaza de la República, en Paris. La publicación estaban en problemas por las amenazas que había recibido de grupos extremistas por caricaturas que se burlaban de Mahoma, del islam y del fanatismo religioso. Varios amigos de la revista se habían acercado pidiéndoles moderar su sarcasmo, y algunos periodistas disponían de vigilancia policial ante posibles atentados. Pero no: habían resuelto perseverar en el ejercicio de su libertad de opinión y no rendirse ante el fundamentalismo.

De pronto en el pasillo se sintieron unas explosiones cortas y secas, cuya fuente era difícil de definir. En cosa de segundos la puerta se abrió violentamente y entraron los hermanos Said y Cherif Kouachi disparando y gritando “¡Allahu Akbar!”, ¡Alá es grande! El policía que protegía a uno de los periodistas amenazados intentó reaccionar pero fue abatido de inmediato. El asalto duró alrededor de tres minutos. Nada quedó en pié; todo fue triturado por las ráfagas de los fusiles automáticos de los atacantes. Doce personas fueron asesinadas en forma instantánea. Once resultaron heridas de gravedad. Entre éstas últimas Philippe Lançon, quien aparte de formar parte del equipo de Charlie Hebdo era crítico literario del diario Liberation.

El Colgajo es el título del libro en el que Lançon reflexiona sobre lo que fue esta experiencia en diversas facetas. La primera es la destrucción; el efecto mortífero e irremediable de las armas.

El autor no se detiene en la ideología de los perpetradores, ni en las raíces sociológicas de sus motivaciones. No se vuelca tampoco a expresar su ira, su impotencia, su desolación. Simplemente describe meticulosamente, sin adjetivos de ninguna especie, con frialdad forense, la conducta de los asaltantes, su determinación y sangre fría, que los hacía pasearse para verificar con los pies si alguien aún estaba vivo para rematarlo. Lo mismo con las huellas de las balas en el mobiliario, en el piso, en las paredes, y en especial en los cuerpos humanos, transformados en harapos sangrantes.

Los efectos devastadores e incontrolables de la violencia, no importa su origen, su explicación o sus intenciones: ésta es la primera experiencia de la que habla el libro. Luego esto da paso a otra faceta, que ocupa gran parte del relato: la recuperación, la reparación física, corporal.

En el ataque Lançon el autor perdió un tercio de su rostro, incluyendo la mandíbula, y recibió graves heridas en los brazos. Esto lo llevó a pasar más de doscientos días en el hospital, donde fue sometido a cerca de veinte operaciones. Le siguió un largo período de rehabilitación. Tuvo que reaprender a respirar, comer, hablar; a usar sus brazos y sus dedos; a reconocer nuevamente su voz y su rostro. La paciencia, dice el autor, es la virtud clave de la recuperación, y esto vale tanto para pacientes como para el equipo médico.

El libro describe prolijamente y sin dramatismo el proceso, sus avances y retrocesos. Reseña la atmósfera del hospital; el trabajo de los cirujanos, anestesistas, fisioterapeutas, limpiadores, enfermeros; el amor que ponen en su trabajo, sobreponiéndose a sus propios dramas personales; su perseverancia, a pesar de los reveses y fracasos.

La tercera faceta es la reconstrucción, el asumir que la experiencia de sentir la muerte en su propio cuerpo nos cambia para siempre, nos vuelve otros; y que siempre está la elección de actuar como un sobreviviente, que toma el sufrimiento con humildad, o una víctima, que la enarbola con orgullo.

En días en que la violencia amaga con volverse un asunto baladí recomiendo recorrer, de la mano de Lançon, el camino de dolor que trae consigo.

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Octubre 22, 2022

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