Hace un tiempo llegó a mis manos el libro de una pareja de psicoanalistas franceses que lleva treinta años estudiando, a partir del tratamiento de casos reales, el lazo que existe entre el trauma, personal o colectivo, y la locura. Su título, “Historia y trauma, la locura de las guerras”. Es un libro fascinante y complejo que, a través de múltiples historias analizadas por terapéutas de diversas corrientes, plantea la necesidad de historizar, es decir recordar con otros, aquellos puntos ciegos que quedan en la vida luego de un trauma; hacerlos aparecer, darles existencia, como única forma de reconstruir la trama individual y social. Los autores expresan lo complejo del dilema a resolver con una frase: “lo que no se puede decir no se puede callar”. Todos hemos experimentado, de una u otra forma, ese alivio cuando compartimos algo que nos afecta y percibimos qué, quien nos escucha, con su mirada o con sus palabras, más allá de comprendernos, valida y legitima lo que sentimos, confirmando que no estamos locos.

Este libro resonó en mí de una manera especial. Coincidió con un nuevo trabajo que se me ofrecía como historiadora en el Archivo de la Vicaría de la Solidaridad, investigando y actualizando la información procedente de los procesos judiciales llevados por la institución en defensa de las víctimas de las violaciones a los Derechos Humanos en Chile entre 1973 y 1990. La Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad fue creada en 1992 con el objeto de ser custodia de los archivos de información y documentación de la Vicaría de la Solidaridad y su antecesor el Comité de Cooperación para la Paz en Chile.

El Archivo de la Vicaría, con bajo presupuesto y con la abnegación de quienes allí trabajan, no solo ha conservado documentos relevantes de la historia de esos años, sino que ha sido un soporte fundamental para todas las víctimas y sus familiares en la búsqueda de verdad y de reparación. A pesar del tiempo transcurrido, son muchas las personas que acuden al Archivo; en primer lugar, las propias víctimas sobrevivientes buscando las pruebas de su dolor y sus familias, hijos, nietos y bisnietos, de víctimas y de victimarios, que buscan conocer los hechos  en que estuvieron involucradas  sus familias. También investigadores y estudiantes que se dan cuenta que allí hay todavía muchas historias que requieren ser contadas. Los archivos de Derechos Humanos en el mundo cumplen hoy un rol fundamental en las sociedades donde se insertan: junto con colaborar con la justicia, conservan esa memoria y permiten a las generaciones posteriores re visitar su historia, comprender sus miedos y, solo entonces, estar disponibles para iniciar un proceso de  reparación. Puede decirse que es una fuente para muchos ciudadanos que necesitan recordar lo que no han vivido, pero sí sufrido.

Sólo había oído hablar del concepto de pos memoria. Ahora adquirió para mí vigencia y también urgencia por conocerlo. La pos memoria surge al interior de los estudios de la memoria, buscando comprender los efectos traumáticos heredados por las generaciones posteriores de aquella que sufrió los efectos directos de las guerras, de las dictaduras y de las represiones sociales o raciales. Esta memoria tardía, compleja, siempre conflictiva y dolorosa, puede afectar a los individuos y también a la sociedad en su conjunto, mucho tiempo después de ocurridos los traumas.

Este concepto fue acuñado por Marianne Hirsch, quien lo ha ocupado en relación a la generación de hijos de sobrevivientes del Holocausto, su propio caso. En su libro “La generación de la posmemoria” explica que esta es “La relación de los descendientes con eventos traumáticos vividos por sus ancestros, que muchas veces ocurrieron antes de que ellos nacieran. Sin embargo, estas memorias fueron transmitidas de forma tan profunda que son percibidos como propias (…) La memoria heredada es distinta del recuerdo de quienes participaron y fueron testigos de estos eventos”.

Leo varias veces esa definición y pienso que en Chile son muchas las historias que faltan por contar. El teatro quizá ha llevado la delantera, llevando la reflexión a las tablas y permitiendo que los espectadores se conecten con las heridas del país (y las suyas). Me refiero especialmente a Guillermo Calderón y sus obras Escuela, Mateluna y Discurso, entre otras.

También desde la literatura y el periodismo se han publicado obras que buscan investigar y narrar una etapa dolorosa de la historia desde la perspectiva de los propios sujetos. Sofía Tupper, en su obra “Historias de clandestinidad” lo explicita desde sus primeras páginas “Mi intención no es contar una verdad. Mi promesa es la de relatar los hechos en palabras de los propios protagonistas”.

Y para los que creen que esto es pasado, que no debemos quedarnos congelados en una historia que ocurrió hace ya cuarenta años, les comparto una cita del Premio Nobel de Literatura William Faulkner: “El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”.  Luego los invito a mirar cómo ese pasado continúa siendo presente hoy en Chile; está hoy en el Congreso Nacional, en las palabras  pronunciadas hace unos meses por el diputado Ignacio Urrutia acusando de “terroristas con beca” a las víctimas de violaciones de derechos humanos; y también está presente en la respuesta de Alejandro Fabres, detenido y torturado a los 16 años, en la sección Cartas de El Mercurio: “A veces es complicado olvidar. A veces uno quiere hacerlo, pero cuando aparecen personajes como usted, que nos enrostran el apelativo de terroristas por habernos opuesto a una dictadura cívico militar, y habernos defendido de quienes nos intentaban eliminar a toda costa, los recuerdos se mantienen. Espero de verdad y de todo corazón, que ningún hijo suyo, nieto, bisnieto, tataranieto, deba pasar por lo que significa un cuartel de tortura.”

Para terminar, este breve ejemplo de lo que desatan (o desanudan) en nosotros los libros, el año pasado estuve en la presentación de un libro en el Archivo Nacional donde pude sentir, rodeada de la familia y los amigos de la autora, el efecto sanador de lo que se logra plasmar en una historia. Se trata de “Purísima de Lonquen” de Hernán Bustos que relata la vida de Elena Muñoz de Maurerira, esposa de Sergio Maureira Lillo y madre de Rodolfo Antonio, Sergio Miguel, Segundo Armando y José Manuel. Todos detenidos y desaparecidos en 1973 y cuyos cuerpos fueron descubiertos el año 1978 en los Hornos de Lonquén. Este hecho marcó a toda nuestra generación. Ya nada podía ser ambiguo, nada podía ser relativizado; nadie, si era honesto y miraba a su alrededor, podía evadir el horror que estábamos viviendo cuyo símbolo eran esos hornos. Es un libro desgarrador, un testimonio de dolor, injusticia y barbarie. Pero también es un hermoso testimonio de una mujer que logra seguir viviendo después del infierno gracias al amor de su familia, a la pena y la alegría compartida.

Así es como un libro puede desencadenar en nosotros muchos movimientos que ni siquiera comprendemos: nos puede llevar a leer más libros; despierta emociones dormidas; permite  repasar nuestra historia; y, a veces, a reflexionar como queremos continuar la vida. Todo lo hace un libro.

Ana Tironi Barrios

Historiadora

Historiadora

Ana Tironi Barrios

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Agosto 22, 2019

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