1.Todo el verano, con más o menos dedicación, pero siempre ahí en el fondo de nuestra cabeza, estuvimos dándole vueltas a las novelas que escogeríamos para iniciar nuestro Club de Lectura “Clásicos del mañana”. Audazmente, habíamos propuesto a nuestro grupo apostar por 10 novelas publicadas después del año 2000, que en 50 o 100 años más seguirían teniendo la vigencia que solo mantienen los clásicos. Así partimos. Discusiones, asesorías: que más diversas, que no, que ésta no puede faltar, qué para el próximo, pero no, que esta otra es indispensable. En fin, las definimos.

Y, para hacer más complicado el asunto, decidimos iniciarlo todo con Julian Barnes, “El sentido de un final”, obra que en todos los rankings más o menos oficiales y para nuestros asesores literarios personales, debía estar en esta lista de honor.  Claro, una novela corta, intensa, pero fácil de leer. No sabíamos de qué hablábamos. Porque, como toda buena literatura, no solo tenía varios niveles interpretativos, sino que su cruda honestidad invita (obliga más bien) al lector de buena voluntad a revisar sus propias opiniones, su visión del mundo, en definitiva, su vida.

Primero un breve resumen de que trata la novela. Es un inglés sesentón, profesor de historia jubilado, que por esas cosas de la vida, está obligado a revisar su vida y lo que encuentra no siempre coincide con lo que recordaba de ella, o con lo que le gustaba recordar. Hasta aquí no más, para que nadie pierda el placer de leerla.

2.Según nuestro esquema para tratar las novelas escogidas, a mi me corresponde entregar elementos sobre el momento histórico, tanto el que el autor usa como telón de fondo de la obra o aquel en el que está inmerso el propio autor. Ese contexto, creemos, nos ayuda a comprender mejor al autor y a la obra.

Esta novela es diferente. Por supuesto que la gran historia está detrás:  Gran Bretaña mediados del siglo XX, Guerra Fría, hombre en la luna, algo de años sesenta. Pero no está en el primer plano. Más bien, el mundo en que nos quiere situar el autor es de otra índole: es el mundo de la madurez/vejez. Ese mundo en el cual cualquier señal nos lleva a recordar y revisar nuestra vida. Y no sé si por su falta de ampulosidad, por algo como inacabado que presentan los personajes, casi obliga a mirar hacia atrás y hacia adentro. Claro, especialmente a los que pasamos los sesenta.  Pero eso se lo dejamos a cada lector.

Aquí queremos detenernos en su visión de la historia, o de la historiografía más bien, es decir del estudio de la historia. Desde sus primeras páginas el autor entra sin complejo en el eterno debate que contrapone las responsabilidades individuales versus las fuerzas colectivas; y, si vamos más atrás y más hondo, a la libertad individual versus el destino, frente al cual el hombre y la mujer poco pueden hacer. La pregunta que se pasea por toda la obra es si es posible o no contar con un relato objetivo del pasado. Menudo tema. Y Barnes lo trata en una novela y además entretenida.  La forma en que lo introduce es magistral; un tema que ha hecho correr ríos de tinta desde hace siglos, el autor lo lleva a una sala de clases y hace hablar a adolescentes pedantes.

¿Qué es la historia? Pregunta el profesor:

“-La historia son las mentiras de los vencedores- contesté, precipitándome un poco.

-Sí, ya me temía que dijeras eso. Bien, siempre que recuerdes que es también los autoengaños de los derrotados.”

Luego, el buen profesor (que no dicta a los alumnos las causas y consecuencias sino que los hace pensar) pone el ejemplo de la Primera Guerra para generar un debate sobre sus orígenes, específicamente sobre la responsabilidad del asesino del archiduque Francisco Fernando en el estallido de la contienda.

“En aquel tiempo, casi todos éramos absolutistas. Nos gustaban el sí versus el no, el elogio versus la culpa, la culpabilidad versus la inocencia (…) Y por eso, para algunos, el pistolero serbio cuyo nombre hace mucho que se borró de mi memoria tenía una responsabilidad individual del cien por cien: suprímelo de la ecuación y la guerra nunca se habría producido. Otros preferían atribuir el cien por cien de la responsabilidad a las fuerzas históricas, que habían introducido a los países antagónicos en un cauce de colisión inevitable”

Detengámonos en algunos ejemplos de hechos históricos que todos conocemos. En primer lugar, el mismo ejemplo que nos pone Barnes, la Primera Guerra Mundial:

a)Cuando se habla de las causas de la Primera Guerra Mundial,  hay que remontarse a la lucha colonial entre las grandes potencias del siglo XIX -Gran Bretaña, Rusia y Alemania- quienes gobernaban imperios coloniales mundiales que querían expandir y proteger. Para consolidar su poder forjaron complicados pactos con otras potencias europeas reuniéndose en dos grandes alianzas : la «Triple Entente» (Gran Bretaña, Francia y Rusia) y la secreta «Triple Alianza» (Alemania, el Imperio austrohúngaro e Italia).

En julio de 1914, las tensiones entre la Triple Entente y la Triple Alianza estaban en un momento álgido.  En ese momento el archiduque Francisco Fernando, heredero al trono de Austria-Hungría, visita Sarajevo y es asesinado por un nacionalista serbio llamado Gavrilo Princip. Austria-Hungría culpó a Serbia por el ataque; Rusia respaldó a su aliado y cuando Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia un mes después, sus aliados intervinieron y el continente entero entró en guerra. ¿La guerra habría estallado igual si el disparo hubiera fallado o si hubieran detenido antes al serbio?¿Quién inicio la guerra Gavrilo Princip, o la fuerzas colonialistas que en ese momento se disputaban el mundo?

b) Vámonos ahora, ni más ni menos que a la Revolución Francesa. Existe consenso entre los historiadores para buscar las causas de la revolución en el fracaso del Antiguo Régimen, es decir aquel sistema basado en el poder absoluto del rey y de su corte. La monarquía, que descansaba en el poder divino del rey, ya no era capaz de responder a la creciente desigualdad social y económica, al rápido crecimiento de la población unida a alto desempleo y a los altos precios de los alimentos producto de un largo ciclo de malas cosechas. Todo esto, junto con la resistencia de la élite gobernante a las reformas, detonó el conflicto y con el la revolución.

Pero ahí estaba también María Antonieta, la esposa de Luis XVI. La reina era detestada por la corte francesa por ser extranjera y también por el pueblo por quien era vista como una espía austriaca, derrochadora y presumida. Le llamaban  «Madame Déficit» y «Loba austriaca». Luis XVI fue depuesto, la monarquía abolida el 21 de septiembre de 1792 y la familia real encarcelada. Nueve meses después de la ejecución de su marido, María Antonieta fue juzgada, condenada por traición y guillotinada el 16 de octubre de 1793.

Puede parecer banal, pero cuánto de su comportamiento, frívolo y superficial , en un momento de crisis, contribuyó a incrementar la agitación en los inicios de la revolución. O, como dicen sus defensores, ha sido injustamente retratada y fue solo una víctima más de las fuerzas de la historia.

c) Y vamos a mirar otra gran revolución, la rusa. El estallido de la Revolución Rusa tiene sus causas profundas, sin duda, en la situación de opresión y pobreza en que vivía el campesinado ruso desde hacía siglos, bajo el dominio absolutista de la monarquía zarista. Esto se vio agravado por la participación rusa en la Primera Guerra Mundial y la gran crisis económica y social que desató, traduciéndose en hambruna, escasez de mercancías y colapso de las estructuras del  Estado, lo cual condujo a que surgieran algunas organizaciones populares autónomas. Las sucesivas derrotas de la guerra contribuyeron a minar el aprecio por la clase dirigente. Y para colmo, el invierno de 1917, se recuerda como uno de los más cruentos de que se tiene memoria.

Ahí estaba un individuo en la cúspide de todo: Nicolás II , el Zar de todas las Rusias.  Nicolás accedió de forma prematura al trono a los 26 años tras la inesperada muerte de su padre, el zar Alejandro III, a causa de una enfermedad. Debido a su juventud apenas se había formado como gobernante. Esta inseguridad fue su perdición, ya que era incapaz de oponerse públicamente a sus ministros al considerar que ellos tenían más experiencia. Esto le llevó a menudo a dejar los asuntos en manos de otros y a ser fácilmente manipulable por gobernantes extranjeros, como el káiser alemán Guillermo II su primo, que lo convenció de tomar una iniciativa desastrosa, la de entrar en guerra con Japón en un intento de reafirmarse como primera potencia de Asia. Él mismo lo reconocía y lo decía:  “No estoy preparado para ser zar, nunca quise serlo. No sé nada del arte de gobernar, ni siquiera sé cómo hablar a los ministros”.

d)Quiero terminar estos ejemplos de hechos históricos, donde las fuerzas sociales y las individualidades se confabularon para dar un resultado dramático, con uno que nos toca más de cerca: el golpe de Estado en Chile ocurrido el 11 de septiembre de 1973. Como sabemos, fue una acción militar llevada a cabo por las Fuerzas Armadas para derrocar al presidente socialista Salvador Allende, cuyo gobierno de marcado carácter reformista, devino en una creciente polarización política de la sociedad y una dura crisis económica que desembocó en una fuerte convulsión social.

Hoy sabemos, sin lugar a dudas luego de la desclasificación de  los archivos de la CIA, que el gobierno de Allende tuvo sus días contados desde sus inicios y que incluso antes de su elección el presidente de Estados Unidos -Richard Nixon- discutía largamente con su canciller -Henry Kissinger- sobre cual era la mejor forma de derrocarlo. Desde entonces sostuvieron decididamente a grupos opositores a Allende, financiando y apoyando acciones destinadas a cumplir su objetivo, entre ellas el asesinato del general René Schneider y el tanquetazo, una sublevación militar producida el 29 de junio de 1973.

Si lo vemos desde esa perspectiva parecería que el destino estaba echado sin remedio desde el 4 de septiembre de 1970. Sin embargo, después de casi 50 años, también sabemos que Salvador Allende en un discurso que daría en la Universidad Técnica ese mismo fatídico día 11 de septiembre de  1973, iba a convocar a un plebiscito que pudo haber impedido el golpe militar y la ruptura institucional.

Ricardo Núñez, ex senador socialista, que en 1972  era secretario general de la Universidad Técnica del Estado, asegura  que todo estaba listo para su anuncio.

“Sé que Allende dijo una frase en la reunión del lunes o el domingo, el 9 ó el 10 (de septiembre); dijo a quienes lo acompañaron en esta decisión -entiendo que estaba Orlando Letelier, entre otros; también, seguramente, Pepe Tohá-: “Si pierdo, me voy”. Esa frase la habría dicho a tres personas, pero los tres están muertos”.

Esto lo confirma el titular del Diario El Día del 8 de septiembre de 1973 “Posible plebiscito considera Allende” La edición de aquel día daba cuenta de una importante reunión que sostuvo el Presidente Salvador Allende, la noche del 7 de septiembre, con los jefes y representantes de los partidos de la Unidad Popular.

¿Qué habría ocurrido si Allende hubiera actuado antes? ¿Si hubiera  recibido un apoyo más claro de sus partidarios? ¿Si hubiera sido más convincente y el plebiscito se hubiera concretado?

La pregunta aquí es sobre la responsabilidad y la obra de Barnes trata sobre ella. El autor hace decir a Adrián, el protagonista, el muchacho lúcido y triste:

 “En realidad, ¿no es todo esto de atribuir responsabilidad un modo de escurrir el bulto? Queremos culpar a un individuo para exonerar a todos los demás. O culpamos a un proceso histórico para eximir a unos individuos. O todo es un caos anárquico, lo que produce la misma consecuencia. A mi me parece que hay, hubo, una cadena de responsabilidades individuales, todas ellas necesarias, pero no tan larga como para que todos puedan simplemente echar la culpa a todos los demás. (…)  

3.Ahora acerquémonos más al centro de la novela. Al autor no le interesan los grandes procesos históricos, sino las pequeñas vidas y la responsabilidad de cada uno en su devenir. Aquí introduce una idea inquietante: qué al pasado, colectivo o individual, no se accede sino a retazos; y siempre es una interpretación, según mis emociones, o mi ideología, o mi historia, o mi gusto.

¿Y si no fue así? ¿Si lo que ocurrió fue totalmente distinto de lo que yo vengo recordando obsesivamente desde entonces? ¿Si lo que ha estado en el centro de mi relato, repetido hasta el hastío para mi misma y para quienes me acompañan en la vida, no sucedió o sucedió de manera completamente distinta?

¿Qué hago con toda mi identidad construida a partir de ese momento? ¿Qué soy, si no soy la persona que lo sufrió, lo superó, lo trabajó, lo perdonó, bla, bla, bla?

Puede ser muchas cosas: un abandono, un crimen, una traición, un abuso. Ahí quedó, en el fondo, listo para aparecer a la menor provocación para comprender, justificar, dar sentido a todo.

Si descubro que lo que yo creí no fue como lo he venido recordando. ¿Puedo seguir como si nada con mi relato, con mi personalidad forjada a partir de un hecho falso? O tengo la increíble oportunidad de borrar -es mucho- de matizar, de relativizar, de dar menos importancia a mi historia y quizá ser más libre.

Sí puede ocurrir con lo grande, con la gran historia, también con lo pequeño y con lo privado:aquellas pequeñas ofensas, malas caras, ninguneos, que por sutiles no fueron menos dolorosos y decidieron quiénes son mis amigos y quienes mis enemigos.

Si pudiera hablar con cada uno de ellos, la mayoría no se acordaría, otros quize recordarían pero  asegurarían que no lo hicieron o no lo recuerdan. El número de enemigos disminuiría considerablemente.

4. Sin duda que esta reflexión a que nos invita el autor cobra más sentido cuando el final se siente más cerca; parece que se hace más urgente buscar el sentido. Nuevamente, Barnes no tiene compasión y apunta directamente al corazón. Si, la experiencia y todo eso; pero con la vejez aparece también la rigidez, el miedo y la aversión al cambio.

“Pero mi memoria se ha convertido cada vez más en un mecanismo que reitera datos verídicos con escasa variación”, dice el narrador, recordándonos que corremos el riesgo de quedar cada vez más aislados, cuando la muerte se va llevando a los testigos de nuestra vida, dejándonos solos y firmes con nuestra versión:

“Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos”.

No, definitivamente para el autor la vejez no es esa etapa apacible y plácida que pintan. “A veces pienso que el sentido de la vida es menoscabarnos para que nos reconciliemos con su pérdida final, demostrando, por mucho tiempo que tarde, que la vida no es tan buena como la pintan” 

Aquí me resuena la visión cristiana, y de muchas otras religiones, sobre el mundo: el paso por la vida es transitorio, incompleto, insatisfactorio porque la verdadera felicidad se encuentra en el otro mundo. Es una idea que hoy no está muy de moda, pero es la que está en el centro de la opción de los místicos, aquellos que no piden a la vida más que la paz para prepararse para ese destino y son felices con lo mínimo trabajando concienzudamente para despojarse de vanidades, de apegos, para el buen abandono final.

Días inquietantes me ha hecho pasar Barnes.  ¿Y si nada fue como creo que fue? Nada puede hablar mejor de una obra literaria que la inquietud que te produce, que las grietas que te muestra. Es como hablar con una amiga con una copa de vino. “El sentido de un final”, nos obliga a reflexionar casi en cada página y hace tambalear nuestras certezas. Al final, nos obliga a revisar a qué nos afirmamos, ¿Dios?, ¿al goce del presente?, ¿a los que amamos? ¿Todas las anteriores?

 

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Septiembre 30, 2022

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